miércoles, 23 de marzo de 2011

Día ciento veinte: las bolsas de plástico y yo, una historia de desamor...


Cuando el otro día decidí escribir esta entrada, el primer recuerdo que me vino a la mente sobre mi relación con las bolsas de plástico fue una colleja. Tendría cinco o seis años, y jugaba a meter la cabeza dentro de una. Ha pasado tanto tiempo que es imposible recordar la razón que me impulsó a ello. Después de la hostia fina, mi madre me explicó que los niños se podían morir asfixiados de esa manera. Las bolsas de plástico y yo empezamos mal...

Pasaron los años y mi madre empezó a mandarme a la compra. Había veces que sólo visitaba la panadería, y como por aquel entonces las bolsas no se estilaban demasiado, me daban las barras envueltas en un pequeño trozo de papel hacia la mitad para poder llevarlas en la mano sin ensuciarlas. Si tenía que visitar la frutería, me llevaba una cesta de mimbre. Odiaba la cesta de mimbre. Las mujeres del pueblo paseaban con sus carros de la compra y yo parecía sacada de La Casa de la Pradera con la dichosa cesta, que para más inri, se llevaba fatal. El día que el carro de la compra entró en casa, vi los cielos abiertos.

Tiempo después, los carros quedaron para uso de las viejas, y lo cierto es que no entiendo muy bien por qué, si no tienes que llevar la compra a pulso ni se te corta la circulación de las manos cuando llevas más de tres kilos de peso... Pero así eran las cosas, y yo, que ya vivía en un piso de estudiantes, no iba a ser tan cateta de pasearme por la capital de provincia con un carro... Comenzaba mi idilio con las bolsas de plástico...

Durante el tiempo que conviví con ellas intenté en la medida de lo posible darles un buen uso (como bolsas de basura, recoger las cacas de los perros...) y si no me hacían más falta, las llevaba siempre al contenedor amarillo. Fue una relación con sus más y sus menos, pero tenía los días contados... Poco a poco empezaron a llegar a mis manos otro tipo de bolsas, de tela, más resistentes y más ergonómicas (asas más largas para llevar al hombro, o asas de caña para no dejarte los dedos sin sangre). Estas nuevas bolsas me hacían mucha gracia, con sus dibujitos y sus mensajes ecológicos, pero una vez más, el verme diferente con ellas por la calle me echaba para atrás y siempre acababa volviendo a las de plástico...

Hace ya más de dos años que, luchando contra mi vergüenza, empecé a dejarme caer por el Día del pueblo con una de esas bolsas de tela, hasta que después de un par de visitas, la dependienta me dedicó unas palabras:

- "Perdona, puedes coger las bolsas de plástico que quieras ¿eh? que aquí no las cobramos, como veo que siempre traes la misma..."

Un sudor frío recorrió mi espalda y noté como mi expresión facial quedaba petrificada. Sentí bastante apuro, la verdad. Toda la gente que esperaba en la cola pensaría de mí que era una completa tacaña... Lástima que al salir de allí, la que se quedó picueta fue la cajera cuando me oyó responderle que pagar las bolsas me daba igual, que si nunca cogía una no era por el dinero, era por no contaminar con tanto plástico. Aquellas palabras pusieron punto y final a lo mío con las susodichas bolsas.

Desde entonces en mi casa pasé de ser "la niña" a "vaya-coñazo-de niña", siempre cansineando para que todos se cambiaran a las bolsas biodegradables, de tela o los carros de antaño. Lo mío me ha costado, no quiero faltar a la verdad, pero al fin he conseguido que parte de mis allegados les den la espalda.

De un tiempo a esta parte, he observado con alivio que ya no soy el bicho raro haciendo la compra gracias a que las grandes superficies han empezado a fomentar el uso de otro tipo de bolsas con iniciativas como la de cobrar las de un solo uso, o facilitando por un módico precio bolsas más resistentes para poder reutilizarlas varias veces. Me refiero a las bolsas de polipropileno tejido (se puede confundir con la rafia) que venden en Mercadona, Eroski o Carrefour. Mientras, por otro lado, fabricantes de bolsas han puesto el grito en el cielo por cosas como ésta, ésta o ésta.

Yo no quiero entrar a valorar si merece la pena o no eliminar ya de nuestra vida las bolsas de plástico de un sólo uso. Lo ideal sería que todas acabaran en los contenedores amarillos, en vez de en las calles, el campo o incluso los vertederos, donde algunos animales pueden acabar asfixiados por meterse dentro (como los niños sin mucha cabeza como yo) o por intentar comérselas.

Haced la compra como más os guste, pero sed responsables con los residuos de vuestra actividad.

Un cordial saludo,

La vaya-coñazo-de clienta.

P.D.: En la foto, mi regalo de cumpleaños por parte de mi amiga Elena y las bolsas para las pequeñas compras diarias (leche, pan...)

miércoles, 16 de marzo de 2011

Día ciento trece: ¡Los bricks van al plástico!


Debe ser que me hago mayor y me vuelvo más tiquismiquis. O que llevo tantos años separando la basura en casa para reciclar, que me sorprendo cuando alguien más joven que yo desconoce los materiales que debe depositar en cada contenedor.

Cuando llegó mi nuevo compañero de piso en septiembre, de tan sólo 18 años, me llamó mucho la atención que no tuviera ni idea de cómo reciclar en casa. A veces me pasa como a la hermana de mi amiga Laura, y me pregunto si soy yo la única persona que ve la realidad así, porque estaba convencida de que ya era algo habitual en todas las casas del país eso de separar los residuos.

Cuando la otra realidad golpeó mi cara, lejos de sentir desasosiego, vi en el mozo un diamante en bruto al que poder educar en el respeto por el medio ambiente para que, cuando ya no estuviese conmigo, pudiera a su vez concienciar a otros, y así sucesivamente. Una vez más, mi realidad personal me engañó vilmente.

Seis meses después sigo sufriendo convulsiones cada vez que voy a tirar algo al cartón y me encuentro allí un tetra-brick de leche o zumo (o una lata de cerveza con el vidrio, o unos apuntes sucios en el cubo amarillo).

El tema de la separación de basuras es algo que requiere tan poco esfuerzo, que no soy capaz de entender por qué la gente no se conciencia de una vez y lo empieza a hacer en sus casas.

De vez en cuando me sale el típico (o típica) listo/a, que me comenta que es mejor no separar nada, para poder dar trabajo a otros que se encarguen de esa tarea en alguna planta separadora. En primer lugar, si los municipios cuentan ya con contenedores especiales para cada tipo de residuo, no tiene sentido pensar que los que se depositan en los contenedores normales vayan a pasar por un segundo proceso de separación por si algún despistado ha echado algo que no debería. Todo lo que tiramos a los contenedores normales va a parar a los vertederos. En segundo lugar, me gustaría saber si esa persona que tan caritativamente vela por el trabajo de los demás preferiría trabajar separando la basura maloliente de otros a trabajar en la recogida de los residuos ya separados.

Pero claro, cuando se trata de poner excusas, cualquiera vale: "es que no tengo sitio para tanto cubo", "es que tener que ir hasta los contenedores de reciclar, con lo lejos que están...". Es que el que no recicla es porque no le da la gana y punto.

En fin, que volviendo al título de la entrada, los bricks van al contenedor amarillo, porque aunque por fuera se ven de cartón, llevan aluminio y plástico. Los vasos y las bombillas NO se reciclan con el vidrio (de hecho, las bombillas de bajo consumo y los fluorescentes tienen sus propios contenedores en determinados establecimientos). Y nunca, nunca, nunca, tirésis las pilas con la basura de casa, por dios bendito!

Para saber más sobre los reciclados de los brick aquí.

Página recomendada hoy: Ecoembes.

Un cordial saludo,

La clienta recicladora.

lunes, 28 de febrero de 2011

Día noventa y ocho: A cien... (do el tonto)


Si la memoria no me falla, no eran ni una ni dos ni tres, sino tres, las "amigas" que con ese humor tan sutil se reían de mí y de la velocidad máxima que alcanzaba al volante de mi flamante turismo. Sí, queridos lectores, hoy la cosa va de coches y combustibles.

Ya llevaba unas semanas dándole vueltas al asunto sin llegar a decidir si el tema se adecuaba a los contenidos generales de este blog o no. Primero fue la indignación que me provocó el conocer que a pesar de que el precio del barril había bajado, el precio de la gasolina estaba por las nubes. Después contemplé atónica cómo los conductores de las grandes (y pequeñas) ciudades no renunciaban ni a un sólo día de comodidad a pesar de que la contaminación alcanzaba niveles alarmantes. Finalmente, mientras escuchaba en la radio a finales de la semana pasada que el Gobierno quiere impulsar el plan de ahorro energético que aprobó en 2008 debido a la previsión del aumento del precio de pretóleo por culpa de la "crisis libia", lo vi claro. Y aquí estamos...

No me quiero parar en comentar el hecho de que se prefiera incentivar el ahorro energético en vez de incentivar el uso (o al menos la investigación) de las energías renovables (sin menospreciar el ahorro, que conste), ya que se me desata la furia y el día acompaña más a la calma que a la mala hostia. Tampoco entraré a valorar los motivos reales que han impulsado al Gobierno a tomar la decisión de reducir el límite de velocidad en las autovías (¿reducción de combustibles? ¿reducción de CO2? ¿aumento de las arcas vía multas?). Sin entrar en debates que ni me van ni me vienen, simplemente me limitaré a contar mi experiencia...

Todo aquel que me conozca un poco sabe que no exagero si digo que siempre he sido bastante tiquismiquis con todo este rollo de los límites de velocidad. Mentiría vilmente si afirmara que jamás en mi vida he superado alguno. ¿Quién no lo ha hecho? Pero una cosa es hacerlo en algún momento puntual por descuido, prisas, o adelantamiento; y otra tomarlo como parte de la rutina de conducir (porque si los coches están preparados para ir a 240 km/h a ver por qué no podemos darle vidilla al motor hasta qué menos que 180 ¿no?).

Cuando me saqué el carnet de conducir, no faltaba quién me criticara por respetar a rajatabla el límite de 80 para conductores noveles. Mi propio padre me alentaba cuando me acompañaba de copiloto a que pisara un poquito más el acelerador. Los camiones me daban las largas durante kilómetros hasta que me adelantaban, y pondría la mano en el fuego a que se cagaban en mis muertos hasta que me perdían de vista por el espejo retrovisor...

Por aquel entonces yo pensaba poco en el consumo de gasóleo y menos aún en lo que podría contaminar mi coche. Pensaba más bien en cumplir la ley, asegurar mi vida en la carretera y evitar posibles multas (porque mi economía nunca ha estado para grandes gastos). Pasado aquel año, aunque seguía respetando cada uno de los límites de velocidad, comencé a tomar conciencia de la relación (inversamente proporcional) entre el tiempo que me ahorraba yendo más deprisa y el aumento exagerado del combustible.

Desde entonces hasta ahora he ido aprendiendo que el coche gasta y contamina más pasadas las dos mil revoluciones. Que mi flamante turismo, con 67 caballos (nada más y nada menos!) las alcanza a 90 km/h en quinta. Y que la diferencia en tiempo en el trayecto habitual de los viernes o los domingos de ir a 100-110 a ir a 90 es de cinco o diez minutos (dependiendo del tráfico). He aprendido también que por ciudad puedo ir a 50 km/h en tercera rebasando por poco las dos mil, pero que las revoluciones (y el consumo, y la emisión de CO2) se reducen notablemente si circulo por la ronda en cuarta. He aprendido a partir de eso que es mejor cambiar de marcha cuando se pasa de las dos mil (aunque suponga meter quinta a 75 km/h), que esperar a que el coche "me lo pida" como me decían en la autoescuela.

Conducir supone consumir, y como con todo consumo (al menos por la parte que me toca) tengo que ser responsable. Hasta hace un par de meses, a pesar de que era consciente de todo lo que me podía ahorrar reduciendo la velocidad en carretera en diez o quince kilómetros/hora, no me planteaba llevarlo a la práctica más por costumbre y dejadez que por otra cosa. Pero desde hace un par de meses he empezado a tomarme con más calma mis viajes (muy a pesar de los que me acompañan en el coche o los que se cruzan conmigo por la carretera). Los camioneros han vuelto a maldecir mi estampa cuando me alcanzan, y hasta los autobuses de línea me adelantan sin reparos. Aún así, que nadie se confunda. Lo hago por el medio ambiente, sí. Pero lo hago sobre todo por mí, por mi bolsillo y por mi seguridad. En el tema de los combustibles, la responsabilidad no significa gastar más, sino menos. Como menos es la contaminación, y menores son las posibilidades de sufrir un accidente. Todo son ventajas.

La reducción de los límites de velocidad a mí me va a afectar lo que se dice poco, porque yo ya circulo a menos de 110 km/h por autovías, y viajo a 85-90 km/h por carreteras nacionales. Me podrán insultar todo lo que quieran y más los que vayan detrás de mí. Yo siempre pienso lo mismo de ellos: si tienen tanta prisa, que hubieran salido antes de casa.

Un cordial saludo,

La clienta motorizada.

jueves, 13 de enero de 2011

Día cincuenta y dos: manda huevos.



A pesar de que el plato principal de mi comida favorita sean los huevos (fritos), no soy yo mucho de consumir este tipo de alimento ni sus derivados. Además, tener abuelos en el pueblo con corral y gallinas propias, me venía de perlas para no tener que comprarlos casi nunca. Me salían gratis y más ecológicos no los iba a encontrar en ningún sitio...

Pero como lo bueno no dura para siempre, mi abuela se ha hartado de las gallinas, que dan mucho trabajo y ningún beneficio (salvo el de proveer de huevos a toda la familia). A partir de ahora, los huevos tienen que formar parte de mi lista de la compra habitual. Por eso estos últimos días me he dedicado a investigar antes de cargarme la responsabilidad de mi consumo.

Hace un tiempo Patricia me habló del etiquetado de los huevos. Era consciente de que todos los huevos que se adquieren en cualquier establecimiento tienen que tener un código impreso, pero como no era algo que acostumbrara a comprar, tan pronto como me habló de ello se me olvidó... Lo único que recordaba era que el primer dígito del código del huevo indica el tipo de cría que ha tenido la gallina. Por ahí empecé...


En esa imagen, obtenida del Intituto de Estudios del Huevo, lo vemos todo muy resumidito y muy claro. Pero yo quería saber cómo era cada uno de los tipos de cría...

Los tipos 0 y 1 son prácticamente idénticos. Las gallinas se crían en un corral como el que tenía mi abuela, corretean por el campo y ponen huevos cuando el cuerpo se lo pide. La diferencia es que el tipo 0 lleva una alimentación estrictamente ecológica y el pienso de las gallinas del tipo 1 no tiene porqué serlo.

Imagen obtenida de la ONG ADDA

Las gallinas criadas al estilo 2, son gallinas a las que no se les permite salir al aire libre. Viven en naves donde les controlan la iluminación para controlar sus puestas, pero al menos pueden darse paseos por el suelo (aunque las de la foto me parece a mí que no llegan a visitar a sus vecinas más alejadas).

Imagen obtenida de ayudaanimales

Por último, las galinas de tipo 3 se crían en jaulas dentro de naves. También se les controlan los ciclos de las puestas, y es bastante habitual cortarles el pico cuando en una jaula hay varias gallinas para evitar el canibalismo provocado por el estrés.

Imagen obtenida del blog klanimal

No entraré a valorar ninguno de los métodos porque las imágenes hablan por sí solas...

Después de tener claro todo esto, mi investigación se centró en averiguar qué tipo de huevos vendían en los super o hipermercados que me pillan más a mano...

Tanto los huevos del Mercadona como los del Eroski (y me atrevería a afirmar que los de todas las grandes cadenas, aunque no haya visitado ninguna otra estos días...) tienen un código impreso que empieza por el número 3. Como alternativa, venden medias docenas de huevos "camperos" (tipo 1). Eso sí, la responsabilidad se paga. Y mientras una docena de los "normales" cuesta entre 0'99 y 1'65 euros (dependiendo de la marca y el tamaño), seis tristes huevos de los otros nos salen por entre 1'09 y 1'19 euros. Cada huevo campero cuesta más del doble que un huevo normal.

Está claro que en una casa donde se consumen huevos casi a diario el ahorro se nota, y mucho. Pero como afortunadamente no es mi caso, a partir de ahora me va a escocer menos el bolsillo cuando compre los huevos en pequeñas tiendas donde los vendan de tipo 0 o 1, o cuando por imprevistos de la vida, tenga que comprarlos con el sobrenombre de "camperos" en el super de aquí abajo...

Un cordial saludo,

La clienta ahuevada.